Jorge Ramos Ávalos*
No me importa si Marta Sahagún, la Primera Dama de México, cree en la brujería. Tampoco me importa cómo se ligó al presidente Vicente Fox ni quién le corta el pelo y le arregla las uñas. Esos son asuntos privados. Pero leo detalles como esos, en el libro La Jefa de Olga Wornat, con la curiosidad y morbosidad del que revisa el botiquín del baño en casa de un desconocido. Al final de cuentas, lo que haga o deje de hacer Marta Sahagún en su vida privada me tiene sin cuidado. Siempre he defendido la siguiente filosofía: que cada quien haga de su vida un papalote.
Sin embargo, cuando las acciones privadas de Marta Sahagún afectan la vida pública de México, eso sí me interesa y me importa por el simple hecho de ser mexicano.
Si las cosas que le dice Marta a su esposo influyen en sus decisiones, me importa. Si los hijos de Marta pudieran estarse beneficiando de la posición de su mamá, como supuestamente sugiere el libro, me importa. Si Marta Sahagún defiende el uso de condones para prevenir el Sida —acción que, por demás, aplaudo— me importa.
Eso sí tenemos el derecho de saberlo. Y los periodistas, además, tenemos la obligación de investigarlo más a fondo y de preguntarle al respecto a Fox y a su esposa, aunque les incomode las preguntas.
Este es un caso maravilloso para que los periodistas podamos definir qué tanto nos podemos meter en la vida privada de un personaje público. ¿Cuál es el límite? Mi regla periodística es ésta: si la vida privada de una persona afecta la vida pública de una sociedad, tenemos el derecho a preguntar. Punto. Entonces, cuando la vida privada de Marta Sahagún afecta la vida pública de México, se vale meterse.
Marta Sahagún pudiera pensar que hay una campaña en su contra o que la atacan por el simple hecho de ser mujer. No es así. La atención y escrutinio surge exclusivamente porque ella es una persona con poder y porque la principal función social del periodismo es evitar el abuso del poder. El poderoso que abusa de su puesto y el periodista son —debieran ser— enemigos naturales. Por eso, como periodista, es preferible ser enemigo que amigo de los que detentan el poder.
Marta Sahagún, desde luego, no es la única persona con poder a quien la prensa ha cuestionado su vida privada. Uno de los casos más conocidos fue el del ex presidente norteamericano Bill Clinton. La investigación en su contra surgió, no por haber tenido contacto sexual con la becaria Mónica Lewinsky, sino por haber mentido bajo juramento al negar dicha relación. Era legítimo, como periodistas, preguntarle a Clinton sobre su vida privada. ¿Por qué? Porque su comportamiento íntimo estaba teniendo graves consecuencias en la vida pública de Estados Unidos.
A George W. Bush le pregunté, antes de ser presidente, si él había utilizado marihuana o cocaína. ¿Era legítimo preguntarle esto a quien podría convertirse en el hombre más poderoso del mundo? Desde luego que sí. Bush había tenido serios problemas con el alcohol y los norteamericanos tenían el derecho a saber si el hombre que, eventualmente, los metería en dos guerras —Afganistán e Irak— se había metido, antes, cocaína por la nariz. “Ya he dicho todo lo que voy a decir al respecto”, me contestó Bush. Pero al no contestar directamente a mi pregunta, Bush nos dio la respuesta.
Al ex presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari le pregunté en octubre de 2000: “¿Cómo puede un funcionario público ser multimillonario y vivir cinco años en Europa sin tener que trabajar?”. Salinas, quien siempre había sido empleado del Gobierno, no me quiso decir cuánto dinero tenía. “Formé un patrimonio que me ha permitido tener una vida con mi familia en el exterior, en la casa que he rentado (en Irlanda) y he utilizado medios comerciales de movimiento”, me contestó Salinas. Pero ¿se valía preguntarle a Salinas sobre su vida privada, sobre sus ingresos? Claro que sí. Sobre todo después que nos enteramos de todos los negocios que hizo su hermano Raúl mientras él era presidente. Todavía hoy en día no sabemos cuánto dinero tiene Carlos Salinas de Gortari ni exactamente de dónde salió su fortuna o “patrimonio”.
Al ex presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, le pregunté cuánto pagó por la casa en que vivía y no me supo decir. La persona a la que los sandinistas le confiscaron la casa donde vivía Ortega me dijo que su valor podría alcanzar los dos millones de dólares y que el ex presidente no había pagado más de 1,500 dólares por ella. ¿Podía meterme en la vida privada de Ortega y preguntarle algo así? Sí, dos millones de veces sí. La casa de Ortega refleja —porque todavía vive en ella— los abusos del poder de los sandinistas y por lo tanto era válido meterse en su vida privada.
Como vemos, Marta Sahagún es sólo uno más de los personajes públicos de nuestro continente, cuya vida privada está siendo cuestionada. Y eso está bien. Así funcionan los medios de comunicación libres en las verdaderas democracias. Los periodistas tenemos la obligación de seguir haciendo preguntas incómodas… aunque no le gusten a la esposa del presidente.
* El autor es periodista mexicano-norteamericano.
